Author: Cristina Pérez-Cordón, Ph. D.
Preguntar o no preguntar, esa es la cuestión
Todavía recuerdo mi primer día de trabajo en mi puesto actual. Una persona de la oficina administrativa me invitó a sentarme con una amplia sonrisa y, sacando una carpeta de un cajón (lo de los ficheros digitales todavía no estaba tan asentado), empezó a explicarme todos los trámites administrativos necesarios para darme de alta en el sistema de la organización. Ahora puedo reconocer con tranquilidad que durante los dos primeros minutos no entendí ni la mitad de lo que me estaba diciendo. ¿La barrera idiomática? No, no era eso. El problema era mucho más simple: en absolutamente cada una de las frases había una o dos siglas con las que yo no estaba familiarizada, pero que ciertamente eran y siguen siendo muy comunes dentro de la organización.
Lamentablemente, decidí no preguntar. ¿Y si se supone que yo debía saberlo? Salí de la oficina aún más perdida de lo que estaba antes de entrar. Una pena. Una oportunidad de aprendizaje bidireccional (para esa persona y para mí) tirada por la ventana.
¿Un hecho aislado?
Podríamos pensar eso, pero no. Es algo mucho más frecuente de lo que pensamos. Pasa cada día que nos desviamos mínimamente de nuestra rutina, en distintos ámbitos y en varios contextos. Desde una doctora que te explica el diagnóstico usando palabras que no entiendes, hasta un abogado que te comenta tus opciones lanzando frases que solo vas a comprender si has estudiado derecho, un entrenador que te dice “no cargues tanto el trapecio” o una persona que te da indicaciones por la calle y te dice “sigue recto y luego giras por la calle donde está el bar de Manolo”. Y quién será Manolo y dónde estará su bar, te preguntas tú, pero decides dar las gracias y seguir adelante. No vaya a ser que sea yo la única que no conoce a Manolo.
Sin embargo, no siempre somos víctimas, a veces también somos los responsables de que alguien no pueda hacer algo porque no hemos sido capaces de explicarnos con la suficiente claridad. Es más fácil decir que alguien no entiende, no se entera o no presta atención, que reflexionar si es que nosotros no hemos sido lo suficientemente claros a la hora de comunicarnos. Y aquí me permito lanzar un consejo: cuando alguien no te entienda, prueba a decir “entonces no me he explicado con claridad” en vez de “no lo has entendido”. La diferencia que esto marca en la conversación es abismal y, muy probablemente sea cierto que no te has explicado lo suficientemente bien, al menos en parte.
Este fenómeno tiene un nombre: la maldición del conocimiento (the curse of knowledge)
La expresión “la maldición del conocimiento” (MDC) fue acuñada en 1989 por un grupo de economistas[1] que llevó a cabo una investigación en el campo de la economía a través de la cual rebatieron la idea de que las personas expertas en un tema pueden predecir mejor las opiniones o reacciones de la gente no experta.
Poco después, en 1990, una estudiante de Psicología de la universidad de Standford llamada Elizabeth Newton ilustró la MDC con un sencillo juego en el que las personas participantes tenían uno de estos roles: “tamborilero” u “oyente”. Las personas con el papel de “tamborilero” tenían que escoger una canción muy conocida y tocarla con golpes de dedo sobre una superficie. La persona con el papel de “oyente”, por su lado, trataría de adivinarla. En el transcurso del experimento, solo en el 2,5% de las ocasiones el oyente adivinó la canción, a pesar de que los tamborileros predijeron, erróneamente, que la tasa de acierto sería del 50%. ¿Por qué sucedió esto? La razón es sencilla. Para el tamborilero, es casi imposible no escuchar en su mente la melodía que está tocando con los dedos y, por tanto, le resulta difícil imaginar que dicha melodía no sea evidente para el oyente. Sin embargo, la realidad es que los oyentes escuchaban más bien una especie de código Morse extraño y no la melodía de una canción. Por cierto, si te animas, puedes probar a adivinar una canción de este experimento aquí.
La conclusión de estos experimentos fue que hay un sesgo cognitivo que impide que las personas que tienen la respuesta a un problema sean capaces de pensar en ese problema desde la perspectiva de aquellos que no saben cómo solucionarlo. Es decir, que cuando tú sabes claramente cómo solucionar o responder a algo, piensas erróneamente que la solución o la respuesta es evidente para todo el mundo, y te cuesta creer que no sea así.
Cómo se define la maldición del conocimiento y qué consecuencias tiene
La MDC, pues, se define como el fenómeno que se produce cuando una persona “A” asume sin querer que otra persona “B” tiene la suficiente información o el suficiente conocimiento como para entender lo que él/ella está diciendo. Dicho en palabras muy simples: cuando de forma sincera pensamos que la otra persona entiende lo que estamos explicando. En el ejemplo del gimnasio, la persona que te está entrenando, da por hecho que sabes qué músculo es el trapecio, dónde está localizado exactamente en tu cuerpo, qué significa “cargar” el músculo, por qué es malo “cargarlo” y cómo debes modificar la postura o el ejercicio para que eso, que aparentemente es perjudicial, no suceda. Ahí es nada. Y lo más preocupante, es que la mayoría de las personas no sabe cómo reaccionar cuando es víctima de la MDC, no preguntan por temor al consabido “y si esto lo sabe todo el mundo menos yo”.

La MDC tiene consecuencias, claro que sí, y llegan desde muy temprana edad, cuando estás en el colegio y tu profesor/a se extraña de que no entiendas algo (a todos nos ha pasado). La cuestión aquí es hacer que ese/a profesor/a se plantee que quizás su explicación no es capaz de llegar a todos de la misma manera, y que debe ofrecer diferentes alternativas para acomodarse a las diferentes formas de aprender y a los conocimientos previos de cada estudiante. La consecuencia es que ese alumno cree equivocadamente que es menos inteligente.
Esto es algo que se queda grabado y nos sucede de nuevo cuando somos personas adultas. El ejemplo más típico es el de alguien que acaba de empezar su carrera profesional o un nuevo trabajo y no sabe algo, pero siente erróneamente que “debería saberlo” (por cierto: no, no debería saberlo, pero sí debe tener la suficiente confianza en sí mismo para admitir que no lo sabe, y de informarse por su cuenta o pedir consejo a otra persona que pueda echarle una mano).
En otro plano profesional, la MDC hace que a los expertos les resulte a veces muy difícil hacerse entender. Esto sucede principalmente por dos razones. En primer lugar, porque hay conceptos que para estas personas son básicos y no se imaginan que para los demás no lo sean, con lo cual los mencionan sin dar mayores explicaciones. En segundo lugar, porque tienen dificultades reales para encontrar palabras sencillas que puedan transmitir el conocimiento al mismo nivel de riqueza informativa que las palabras técnicas que estas personas están acostumbradas a usar. Por esta razón, cada vez son más numerosos los cursos de comunicación, porque afortunadamente la gran mayoría ha comprendido que se trata de ser capaces de comunicar y no de demostrar su sabiduría. Al fin y al cabo, ¿qué paciente no desearía leer el informe médico que le envían y poder entender perfectamente el diagnóstico y el tipo de prueba(s) que le van a hacer?
En el ámbito personal, la consecuencia más evidente es que hace que sea más difícil predecir el comportamiento de otras personas, o simplemente hace que nos cueste comprender por qué una persona actúa de una determinada manera. Por ejemplo, las personas que tienen experiencia conduciendo suelen mostrar sorpresa o enfado cuando una persona que acaba de aprender hace una maniobra que es “evidentemente” (pongo las comillas a propósito) peligrosa.
Conclusión
Mi conclusión personal es que debemos tener conciencia de la MDC y sus consecuencias para poder interiorizar que no pasa nada si no sabemos algo, que no pasa nada si alguien no sabe algo, y que lo más importante no es demostrar cuánto sabes sino cuánto eres capaz de transmitir, de enseñar, de ayudar y de comprender a los demás.
[1] Camerer, Colin; George Loewenstein y Mark Weber: “The curse of knowledge in economic settings: An experimental analysis”. Journal of Political Economy 97: 1232-1254.
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